“A las 20.30 horas la cabeza de Ker-Ramsay asomó finalmente por la
trampilla y anunció que el túnel estaba listo para admitir al primer grupo de
fugitivos. Un escalofrío de nerviosismo se propagó por todo el barracón, pero
antes de que se declarara oficialmente el comienzo de la evasión, el coronel
Massey visitó el barracón y les dedicó unas palabras de aliento. Dado que Wings
Day iba a participar en la evasión, Massey asumía las funciones de oficial
superior británico, cargo que ya «compartían» de manera extraoficial. Massey
rogó a los hombres que se abstuvieran de provocar a los alemanes si alguno era
capturado y les volvió a repetir las advertencias que Day había recibido del Kommandant.
Después, empezaron a descender al túnel los
primeros oficiales de un grupo de avanzada. Johnny Marshall y Johnny Bull iban
a la cabeza. Les seguían Bushell y su compañero de fuga, Bernard Scheidhauer;
Sydney Dowse y el capitán checo Wally Valenta, y el sudafricano apasionado de
los deportes Rupert Stevens. Los encargados de abrir la trampilla reforzada de
salida eran Marshall y Bull, mientras que los demás tenían que esperar abajo,
en el ensanche que había a los pies del pozo de salida, con Sydney Dowse listo
para tirar de la cuerda y dar la señal de que la evasión había comenzado.
Mientras lo preparaban todo, los prisioneros que iban a continuación empezaron
a descender por la trampilla. Enseguida se formó una cadena de hombres en fila,
tumbados boca abajo sobre las vagonetas, cada uno agarrando sus bártulos por
delante. Había 17 hombres en total esperando en el túnel para salir. (…)
El resto de los hombres seguía en el barracón
esperando su turno, en un silencio sepulcral. No obstante, cuando llegó la hora
señalada para el inicio de la evasión, nada parecía indicar que la fuga se
hubiera puesto en marcha. Pronto, todos los que esperaban en la superficie,
hacinados en el Barracón 104, empezaron a ponerse nerviosos. Unos cuchicheos
ansiosos rompieron el silencio. Todos querían saber si algo había salido mal. (…)
La respuesta a lo que todos se preguntaban se encontraba
en el otro extremo del túnel, donde Bull se enfrentaba a muchas dificultades
para abrir la trampilla de salida. No podía hacer que cediera ni un centímetro.
Después de una hora de forcejear con ella, agotado por el esfuerzo, Bull volvió
a descender para dejar que Marshall probara suerte. Marshall se despojó de sus
ropas de paisano para no mancharlas y se encaramó hasta la parte superior del
pozo en ropa interior, pero la trampilla seguía inamovible. Los dos hombres se
maldijeron en voz baja por haber hecho tan buen trabajo cuando la instalaron.
No había quien la moviera, como si la hubieran fijado con cemento. Marshall
regresó a la cámara del fondo del pozo, totalmente exasperado. Bull volvió a
subir a hacer otro intento. El sudor le caía por la frente mientras el tiempo
seguía pasando inexorablemente. (…)
Mientras el silencio volvía a adueñarse del
recinto en la superficie, Harry Johnny Bull sintió de pronto que la trampilla
cedía un poco. Siguió arañando los bordes hasta que empezó a soltarse cada vez
más y cayó en sus manos, junto con una cascada de tierra. Haciendo caso omiso
de la arena que le caía sobre los ojos, Bull siguió horadando los 20 cm de tierra que faltaban y que cayeron al fondo del
pozo. En el punto de escala técnica que había debajo de Bull, la atmósfera
había pasado de ser tensa a angustiosa. Sólo los que estaban en la cabeza del
túnel sabían cuál era el problema. Fue todo un alivio cuando poco después de
las 22,00 horas Ker-Ramsay sintió una suave brisa de aire fresco. Debían haber
conseguido abrir la salida. Una sensación de alivio se propagó por todo el
túnel y por el pozo de acceso hasta los hombres que esperaban arriba. Una
oleada de silenciosa euforia lo invadió todo pero, tras la excitación inicial
se vio que el tiempo seguía pasando inexorable sin que las cosas empezaran a
moverse como era de esperar. Rápidamente volvió la tensión. En los ojos de
todos los del 104 se podía leer la misma pregunta callada: ¿qué está pasando? (…)
Lo que estaba ocurriendo era que en la cámara que
había en la base del pozo de salida se estaba manteniendo, entre susurros, una
discusión urgente. Bull había asomado sus oscurecidas facciones con gran
cautela fuera del hoyo para encontrarse frente a una alarmante revelación. El
hoyo no desembocaba desahogadamente en la arboleda, como habían planeado los
topógrafos. Muy por el contrario, se quedaba al menos 7 metros corto y
se abría inmediatamente detrás de una torre de vigilancia que se encontraba a
sólo 13 metros de
distancia. No había ni un árbol que pudiera entorpecer el campo de visión que
tenían los guardias desde la torre o desde el camino que rodeaba el recinto,
que estaba incluso más cerca del orificio de salida. (…)
En la base del pozo de salida, los hombres
soltaron unas cuantas maldiciones en voz baja antes de ponerse a revisar a toda
prisa las opciones que tenían. No les preocupaba demasiado la garita, ya que
los guardias apostados allí estarían mirando hacia el recinto. El problema eran
los guardias que patrullaban el perímetro del recinto. Podían posponer la
evasión y excavar los pocos metros que faltaban en unos días, pero eso
significaría esperar hasta que pasara la siguiente fase de luna llena. (…) Bushell
decidió, sin más dilación, que no cabía la opción de retrasarla.
Bull le indicó que la valla de «hurones» que había
en el linde del bosque les podía proporcionar cierto grado de protección frente
a la mirada indiscreta de la patrulla de ronda. Podrían apostar allí a un
oficial con una cuerda que llegara hasta el fondo del pozo. Él se encargaría de
vigilar la garita y a los guardias que patrullaban el exterior del recinto. Si
daba un tirón a la cuerda significaría que el siguiente hombre ya podía salir
sin peligro por el orificio de salida. Los hombres correrían primero hasta la
valla y después otros 70
metros por el bosque, guiados por otra cuerda, hasta
otro punto de encuentro. El plan tenía sus riesgos, pero a nadie se le ocurría
otra alternativa posible. Estaba claro que con el retraso que ya llevaban
encima y existiendo la posibilidad de que se produjeran aún más retrasos no
iban a conseguir que salieran los 200 ni mucho menos, pero si querían que
escapara un número importante de hombres tenían que empezar a darse prisa. Los
oficiales que había en la cámara de la base del pozo asintieron, no sin cierta
reticencia. Sacarían a cuantos hombres pudieran. (…) Poco después, la noticia
se propagó entre susurros hasta el otro extremo del túnel, junto con la
petición de que enviaran una cuerda al pozo de salida.
La cuerda se fue pasando arrebatadamente de un
hombre a otro, hasta llegar por fin a la base del pozo de salida. Bull se la
echó alrededor de los brazos y volvió a trepar por la escalera una vez más, con
Marshall siguiéndole de cerca. Uno tras otro, los dos hombres asomaron la
cabeza por el túnel al frío aire de Silesia. Tras echar un vistazo a la garita
y a la cerca, se encaramaron para salir del agujero y echaron a correr hacia el
bosque. Eran las 22.30 horas. La Gran Evasión había comenzado. Era la
culminación de 12 meses de duro esfuerzo, meticulosa planificación e ingenioso trabajo.
Mientras los evadidos corrían el sprint final hacia la libertad,
llevaban consigo los sueños y esperanzas de los cientos de otros hombres que
habían dejado al otro lado de la alambrada. (…) Sin embargo, la meticulosidad
con que se habían llevado a cabo todos los preparativos se echó a perder antes
incluso de que comenzara la evasión. Casi todos habían perdido el tren que
pensaban coger y ahora se encontraban ante la preocupante perspectiva de tener
que subir todos en el mismo tren. Tras un rápido intercambio de ideas en las
profundidades del bosque decidieron que una manera de mitigar el problema sería
tratar, al menos, de no llegar a la estación todos a la vez. Decidieron que
irían saliendo del bosque de dos en dos, a intervalos de cinco minutos.
La sensación de movimiento empezó a dejarse notar
en el túnel. Ker-Ramsay, que estaba en la base del pozo de entrada, sintió por
fin el tan esperado tirón de la cuerda. Soltó un suspiro de alivio y susurró las
buenas noticias a los hombres que esperaban en la superficie. De nuevo, una
sensación de alivio se difundió por el Barracón 104.
(…)
La fuga estaba en marcha, pero con una hora de
retraso. Un poco más despacio y un poco menos confiados de lo que habían
esperado, los fugitivos fueron abriéndose paso poco a poco a través del túnel.
Tal como había predicho el Comité de Fugas, no
todo salió a pedir de boca. (…)
Las maletas se quedaban estancadas en el túnel o
se caían de las vagonetas, bloqueando el paso. A veces los fugitivos tuvieron
que dar marcha atrás por todo el túnel y empezar de nuevo. Todos se daban
cuenta de que las cosas iban excesivamente despacio. Lejos de salir a un ritmo
de un hombre cada dos o tres minutos, en algunos casos llegaban a tardar hasta
12 minutos. Todos empezaban a ponerse nerviosos y muchos perdieron la calma.
Los ánimos se enardecieron y Ker-Ramsay empezó a perder la paciencia con los
oficiales que aparecían con un equipaje demasiado voluminoso. En un momento
dado, la cuerda con la que tiraban de las vagonetas se rompió, y perdieron
varios minutos indispensables en repararla.(…)
Eran aproximadamente las 23.45 horas cuando los
prisioneros oyeron de repente el conocido ulular de las sirenas de aviso de
ataque aéreo. Aunque Berlín se encontraba a más de 160 km de
distancia, se apagaban todas las luces de cualquier ciudad que pudiera servir
de señal luminosa para los bombarderos, y Sagan no era una excepción. En
cuestión de segundos, las luces del túnel se apagaron con un parpadeo y los
fugitivos que estaban en las vagonetas experimentaron la más angustiosa de las
situaciones: la oscuridad total. El Comité de Fugas había previsto el problema,
por lo que había lámparas de aceite a mano. Pero se tardó un tiempo en
encenderlas todas y entre algunos prisioneros cundió el pánico. Wings Day era
el número 20 y estaba esperando en el Barracón 104. Estaba a punto de bajar por
el pozo de acceso cuando se apagaron las luces. Pasaron otros 35 minutos antes
de que el controlador del tráfico le diera luz verde. (…) Al menos, la cadena
de fuga empezaba a moverse de nuevo, por despacio que fuera.
El apagón eléctrico tenía al menos una buena
consecuencia. También había eliminado la iluminación del perímetro exterior del
recinto y los reflectores de la superficie. Aquello no era del todo positivo
porque en esta eventualidad los alemanes redoblaban la guardia y enviaban a sus
hombres con perros de presa a patrullar los recintos. Sin embargo, en esta
precisa ocasión los vigías aliados que estaban apostados en las ventanas de los
barracones por todo el Recinto Norte no percibieron que se intensificara la
actividad de los guardias. Quizá los alemanes habían llegado a la misma
conclusión que el compañero de habitación de Jimmy James, que no valía la pena
salir en aquella noche de perros. Durante unos valiosísimos minutos los hombres
pudieron empezar a salir del túnel a un ritmo mucho más rápido, que se paralizó
de pronto cuando ocurrió lo que todos se temían. La maleta de Tom Kirby-Green
se enganchó en uno de los puntales de madera. La vagoneta se paró con una
sacudida. Por un momento, un silencio nervioso se apoderó de todos y de pronto,
el techo se derrumbó sobre Kirby-Green.
Tardaron una hora de frenética actividad en sacar
al oficial de la RAF y en reparar los daños, y un minuto después de que
acabaran de arreglarlo todo volvió la electricidad y se iluminó el túnel. Se
había desaprovechado cualquier ventaja que pudieran haber sacado de la obligada
oscuridad en que quedó sumido el campo por el ataque aéreo. El último de los 30
viajeros «prioritarios» no salió hasta la 01.00 horas de la madrugada. Si la
evasión hubiera salido según los planes más optimistas, estos 30 portadores de
maletines debían haber estado ya de camino hacia la estación de Sagan hacia las
22.30 horas y a estas alturas habría unos 105 hombres en el bosque.
El infatigable Jimmy James, el número 39, seguía
esperando en la entrada del túnel, haciendo acopio de toda la paciencia que
podía (…) Cuando por fin el controlador del tráfico le dijo que ya podía salir,
James se puso contentísimo. Llevaba cuatro años encerrado y se había dejado la
piel en preparar ésta y otras muchas intentonas de fuga.
James saltó con impaciencia hacia el pozo de
acceso y bajó la escalerilla a toda prisa. Se acomodó en la vagoneta y se lanzó
hacia el siguiente punto de maniobra tan contento como cualquier usuario
habitual del metro de Londres camino de la auténtica parada de Piccadilly
Circus. El avance de James por el túnel fue uno de los más fluidos. Después de
cambiar velozmente de tren en Piccadilly Circus, a los pocos minutos ya estaba
en camino de Leicester Square para hacer otro transbordo. Al igual que un tren
de verdad que se aproximara al final del trayecto, la vagoneta empezó a
aminorar. Cuando llegó a la improvisada «cortina silenciadora» que había al
final del túnel, James la apartó a un lado y se encontró en la cámara de
salida. Al llegar al final de la escalera, la visión de las estrellas encima
suyo tenía un significado añadido para James, «Per Ardua ad Astra», se dijo a para sí, recitando el lema de la RAE «Había salido en
medio de toda aquella blancura helada -recuerda James-, la torre de los
"animales" estaba justo encima de mí y podía ver a un centinela por
el camino que rodeaba el recinto.» No había tiempo que perder y James salió
corriendo hacia los árboles con la sensación de que cada movimiento suyo sonaba
como el estallido de un disparo de pistola. James recordaría más tarde que su
paso a través del túnel había sido increíblemente rápido. «Era una forma bastante
fácil de escapar, en realidad.»
Por desgracia, James fue una excepción a la regla.
El progreso general era muy pesado y lento, no sólo porque se hubiera producido
un pequeño desprendimiento del túnel unos minutos después de que él saliera.
Uno de los que se llevaban mantas había ocasionado que se partieran dos
puntales. Tardaron 30 minutos en reparar los daños pero, al cabo de poco
tiempo, se produjo otra fractura por la misma razón, y las reparaciones
provocaron un retraso de otra media hora más. Además, no cesaban de aparecer
hombres con equipamiento inadecuado. (…)
(…) La evasión siguió plagada de pequeños
derrumbes del túnel y roturas de las cuerdas, dado que los hombres estaban
hechos un manojo de nervios y cometían errores elementales. No obstante, los
fardos de mantas que algunos llevaban enrollados al cuello siguieron siendo el
principal problema. Se enganchaban continuamente en los puntales de madera. El
ritmo había descendido de un hombre cada 12 minutos a uno cada 14. Al final, a
Ker-Ramsay no le quedó más remedio que prohibir las mantas, lo que significaba
que los que iban a huir a pie quedarían a merced de temperaturas exteriores de
hasta 30 grados bajo cero con poco más que sus harapientos gabanes y teniendo
que sobrevivir a base de raciones que apenas darían para nutrir a un hombre
sedentario. Una prueba de la profesionalidad de los hombres es que aceptaron la
orden sin la más mínima queja. Les Brodrick, junto con sus compañeros de fuga,
un joven aviador canadiense, Hank Birkland, y un hombre de la RAF, Denys
Street, salieron en mitad de la gélida noche con ropas que casi ni servirían de
abrigo en una noche fresca de verano, no digamos en el invierno más frío de
Alemania en 30 años.
La única compensación a cambio fue que el ritmo de
salidas se elevó a un hombre cada 10 minutos. Todos iban con retraso. A las
02.30 horas habían escapado menos de 50 hombres. Estaba muy claro que muchos de
los que esperaban en el Barracón 104 no iban a tener la oportunidad de salir.
Muy a su pesar, Ker-Ramsay ordenó a los 100 últimos que se fueran a la cama.
Durante el resto de la noche, los desafortunados se tumbarían a soñar con lo
que hubiera podido ser. (…) El amanecer estaba cada vez más cerca y sólo habían
salido unos 60 o 70 hombres.
En el Barracón 104 todavía quedaba por tomar otra
dura decisión. Dijeron a Tim Newman, el número 87 de la lista, que él sería el
último hombre que podría bajar al túnel. Red Noble y Ken Shag Rees, que se
encontraban ya dentro ocupándose de las maniobras, tendrían que retirarse en cuanto
Newman se hubiera ido. El Comité de Fugas se aferraba a la remota posibilidad
de poder tapar la salida del túnel y que siguiera sin ser descubierta para
volver a utilizada en el futuro. No sospechaban que la salida se había
transformado en un enorme boquete negro con un reguero de nieve y barro que
conducía directamente hasta el bosque, totalmente a la vista de las torres de
vigilancia, formado por las pisadas de los hombres que al correr habían ido
derritiendo la nieve de alrededor.
(…)George McGill estaba haciendo su turno de
controlador del tráfico apostado tras la valla de «hurones» del bosque y Roy
Langlois vino a relevarle. El nativo de las islas del Canal estaba a punto de
dar un tirón a la cuerda cuando vio una silueta oscura bajando los escalones de
la torre de vigilancia. Eran cerca de las 04.30 horas, y no era la hora del
cambio de guardia. Langlois observó atentamente a la figura. Con creciente
alarma vio cómo el guardia se encaminaba directamente hacia el agujero de la
salida. El alemán se detuvo a escasos metros, se abrió el gabán, y se puso en
cuclillas para hacer sus necesidades. El oscuro orificio estaba justo frente a
él. Langlois contuvo el aliento. El guardia pareció tardar una eternidad hasta
que por fin se incorporó, dio media vuelta y se dirigió de nuevo hacia su
puesto. Langlois esperó a que estuviera de nuevo sentado en su sitio mirando
hacia el campamento para tirar de la cuerda, sin tener muy claro si todo eso
acababa de ocurrir o si se trataba de una alucinación.
El tráfico del túnel continuó a un ritmo lento.
Empezó a clarear cerca de las 05.00 horas. El negro del cielo fue dando paso a
un gris desalentador con los matices rojizos del sol rozando el horizonte.
Quedaba muy poco tiempo para que las luces del amanecer hicieran imposible
seguir con la fuga. El número 76, el jefe de escuadrón Lawrence Reavell-Carter,
y el número 77, el teniente de vuelo Keith Ogilvie, acababan de salir del túnel
y corrían hacia el bosque. Les esperaba Tony Bethell, el joven piloto de
Mustang y compañero de fuga de Reavell-Carter. Langlois seguía actuando de
controlador del tráfico y acababa de dar la señal de vía libre a Len Trent, el
número 79, cuando sus ojos se toparon con otra visión preocupante cerca de la
alambrada. Uno de los guardias que patrullaban el perímetro exterior se estaba
desviando de su ruta habitual y parecía dirigirse directamente hacia la salida
del túnel. Si seguía en línea recta en la dirección que llevaba se iba a topar
directamente con el oficial neozelandés Mike Shand, que en ese preciso instante
estaba atravesando como una exhalación la zona de nieve que mediaba entre la
valla para «hurones» y el bosque. Langlois volvió a tirar de la cuerda
inmediatamente para avisar a Shand y a Trent. Ambos se tiraron al suelo con la
nariz pegada a la nieve, sin saber muy bien cuál era el peligro.
Reavell-Carter también les observaba preocupado
desde el bosque. El guardia estaba andando en dirección al orificio de salida,
aunque estaba claro por su forma de moverse que no había notado nada raro.
Sencillamente parecía haber decidido tomar una ruta distinta a la habitual. Al
poco la preocupación de Reavell-Carter pasó a convertirse en auténtico pánico
al ver que el centinela parecía haber notado algo raro. El «animal» se paró en
seco y desenfundó el fusil con determinación. Rápidamente, dirigió sus pasos
hacia el orificio del suelo, del que no habían parado de salir delatoras nubes
de vapor durante toda la noche al contacto con el frío aire exterior. Shand
ladeó la cabeza para ver qué estaba pasando; decidió que no había nada que
perder y que merecía la pena intentar escapar a todo correr. Se puso en pie de
un brinco y corrió hacia el bosque. Keith Ogilvie, que estaba esperando en el
linde del bosque, corrió también a buscar cobijo en el interior. En aquel
momento, el centinela alemán estaba justo encima de Len Trent aunque no lo
sabía, gracias a la oscuridad. Estaba atento y sorprendido por el inesperado
ajetreo y ruido de movimientos que se estaba produciendo entre las sombras que
le rodeaban. Rápidamente se recuperó, levantó el fusil y apuntó hacia las
sombras de Shand y Ogilvie. Al verlo, alarmado, Reavell-Carter se puso en pie
de un salto y salió del bosque con las manos en alto gritando: «Nicht schiessen, nicht schiessen! (¡No disparen!, ¡no disparenl}».
Reavell-Carter agitaba los brazos desesperadamente para llamar la atención del
guardia. Langlois salió de las sombras para unirse a él. Eso sí que pilló totalmente
desprevenido al guardia. Sin saber muy bien qué hacer, disparó un tiro al aire
por encima de la cabeza de Mike Shand.
La fuerte detonación hizo entrar en razón también
a Len Trent, que se puso en pie precavidamente, con los brazos en alto y las
manos sobre la cabeza, casi al lado del atónito guardia. Shand siguió
corriendo, aparentemente sin darse cuenta de los riesgos que habían afrontado
Langlois y Reavell-Carter para salvarle la vida. El fugitivo desapareció en el
bosque, pisándole los talones a Ogilvie. El alemán apuntó ansiosamente con la
linterna en todas direcciones, sin parar de preguntarse si habría aún más
oficiales aliados desperdigados por el suelo. El haz de luz pasó sobre cada uno
de los alarmados rostros de los evadidos para sacarlos de las sombras.
Langlois, Reavell-Carter y Trent siguieron cautelosamente con los brazos en
alto, evitando hacer el menor movimiento que pudiera provocar al guardia. El
alemán se dio cuenta de que se encontraba en medio de un enorme barrizal
negruzco de nieve derretida. Se hizo a un lado con precaución y enfocó la
salida del túnel. El haz de luz dio justo en la cara de Bob McBride, el número 80, a quien pilló encaramado en el último tramo de la
escalera. McBride no pudo hacer nada sino esbozar una leve sonrisa. Al verle,
el «animal» sacó su silbato y lo hizo sonar. No era más que un pitido de escasa
potencia, pero resonó por el bosque y por el Recinto Norte como las trompetas
del Juicio Final.”
“
A las 08.30 horas [del sábado 25 de marzo de 1944]
se procedió a hacer un recuento exhaustivo de todo el
campo; los alemanes sacaron fotografías para identificar a los que seguían allí
y a los que no. Cuando acabaron, se sabía el verdadero alcance de la evasión y
los alemanes habían identificado a los 76 oficiales evadidos.”
Créditos:
Extractos de La gran evasión, de Tim Carroll, según
traducción de Daniel Cortés Corona y Soledad Alférez Ródenas, tomados de la
edición en rústica realizada en abril de 2007 por Inédita Editores (pp. 223-237
y 242), de la biblioteca del autor.